Papa Francisco, tercera meditación en Jubileo de Sacerdotes y seminaristas

Jubileo de la Misericordia, tercera meditación del Papa Francisco, Roma.

 

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El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia

«En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.

Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.

«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo»

El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448).

En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia… Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados secundarios, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro.

La gracia de dejarnos misericordiar por Dios

Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar. Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero, que este año si Dios quiere será canonizado, decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».

La mirada de un padre: mirada sacerdotal del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre

Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386). En nuestras obras.

La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual…

Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.

Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo y, en ese momento, les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.

En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen…). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más» (Jn 5,14). Pero a este —que se justificaba con las cosas tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima— lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal».

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